Leyenda: Tajín y los Siete Truenos
Contada por Felipe Garrido, extraída de “Libros del Rincón”.
Una mañana de verano, hace mucho tiempo, llegó a las selvas
del Totonacapan un muchacho llamado Tajín. Iba por el camino buscando bulla
porque era un chamaco maldoso. No podía estar en paz con nadie. Si encontraba
un hormiguero le saltaba encima; si veía una banda de monos los apedreaba;
zarandeaba los árboles y les arrancaba ramas sin ninguna consideración.
Todos salían corriendo en cuanto lo veían venir.
—Ahí viene Tajín— decían las hormigas rojas y las hormigas
negras en sus hileras apretadas, y se apresuraban a entrar a sus túneles con la
acostumbrada disciplina.
—Ahí viene Tajín— decían los monos entre aullidos y gestos,
y se daban prisa para encaramarse a las ramas más altas, a las rocas más
escarpadas, donde no pudieran alcanzarlos las piedras del intruso.
—Ahí viene Tajín— decían los árboles temblando de miedo,
pues ellos no podían huir.
Por eso el muchacho vivía solo. Porque nadie podía soportar
su compañía.
Pero ese día Tajín andaba con suerte. Al dar la vuelta en un
recodo del camino se encontró con un extraño hombrecito de barba cana y grandes
bigotes y cejas tan pobladas que casi le cubrían los ojos.
—Buenos días, muchacho. Tú no eres de por aquí —le dijo el
anciano con voz pausada.
—Vengo de atrás de la montaña —contestó Tajín—; me gustaría
pasar un tiempo por aquí.
—Mis hermanos y yo andamos buscando alguien que nos ayude a
sembrar y a cosechar, a barrer la casa y a traer agua del pozo, a poner los
frijoles en la olla y a vigilar que el fuego no se apague. Ven con nosotros —le
ofreció el hombrecito.
—¿Quiénes son tus hermanos?
—Somos los Siete Truenos. Nuestra tarea es subir a las nubes
y provocar la lluvia. Nos ponemos…
—¿Suben a las nubes? —exclamó Tajín, que era bastante
impertinente y solía interrumpir a las personas.
—¡Claro que subimos! —replicó el hombrecito un tanto molesto
de que alguien pusiera en duda sus palabras—. Nos ponemos nuestras capas, nos
calzamos nuestras botas, tomamos nuestras espadas y marchamos por los aires
hasta las nubes más altas. Sobre ellas zapateamos bien y bonito hasta que
desgranamos la lluvia. «¡Jajay, jajay, jajay!», gritamos entonces y sentimos
que la felicidad nos desborda.
Tajín era un chamaco curioso y atrevido. Apenas escuchó
aquello se imaginó por los aires, haciendo cabriolas entre las nubes. Así que
le dijo al anciano que estaba bien, que iría a la casa de los Siete Truenos
para sembrar y cosechar, para barrer la casa y traer agua del pozo, para poner
los frijoles en la olla y estar atento a que el fuego no se apagase.
Los Siete Truenos vivían en una casita de piedra, encima de
una gran pirámide llena de nichos. Seis hombrecitos de barba cana y grandes
bigotes y cejas tan pobladas que casi les cubrían los ojos se asomaron a
recibirlos.
—¿Quién viene contigo, hermano? —preguntaron a coro.
—Un muchacho que encontré en la selva. Viene para ayudarnos
a sembrar y cosechar, a barrer la casa y traer agua del pozo, a poner los
frijoles y atender el fuego para que no nos falte.
—Y también para subir a las… —comenzó a decir Tajín, pero
nadie le hizo caso. Los Truenos no estaban muy conformes.
—¿Un extraño en nuestra casa? ¡Ya no tendremos secretos!
¡Aprenderá nuestras mañas! Tiene cara de bribón —dijeron todos hablando al
mismo tiempo.
Tajín sintió que la rabia lo colmaba y estaba a punto de
arremeter a pedradas contra los siete ancianos, cuando su protector tomó la
palabra:
—Calma, hermanos, por favor. Nosotros tenemos tareas
importantes que atender. ¿No protestamos cada vez que nos toca quedarnos en
casa mientras los demás van a bailar a las nubes? A ver, ¿quién se queda hoy a
poner los frijoles?
—Yo me quedé ayer —dijo uno.
—Hace dos semanas que no me toca salir —mintió el Trueno
Doble, que siempre hacía trampas para ir a bailar.
—Nadie taconea como yo —presumió el Trueno Viejo.
—Yo no sé preparar los frijoles. No es mi turno… Tengo esta
mano lastimada… —argumentaron los demás.
—Pues yo tampoco me quedaré —concluyó el Trueno Mayor, que
era quien había encontrado a Tajín—. Para eso traje a este muchacho. Nosotros
le diremos cómo nos gusta que haga las cosas y pronto aprenderá.
Después de mediodía unas nubes se asomaron a la orillita del
horizonte, enormes y grises, por el lado del mar. Tajín ya había recibido
instrucciones. Ya sabía tomar la escoba y llevar sobre los hombros el cántaro
lleno de agua y consentir al fuego entre las tres piedras del fogón. Sobre
todo, ya sabía cómo poner los frijoles en la olla para que, por la noche, al
regresar de su baile, los Siete Truenos pudieran cenar.
Muy contentos estaban los ancianos. Entre bromas y risas
abrieron su gran arcón de maderas perfumadas y sacaron sus trajes de faena. Se
pusieron las capas, se calzaron las botas, se ciñeron las espadas.
Todavía pudo distinguirlos cuando corrían reuniendo las
nubes como si éstas fueran los animales de un rebaño.
La lluvia comenzó a caer suave y tibia como una
bendición.
Durante algunos días Tajín fue un ayudante ejemplar.
Y cada vez que tocaba esas botas le renacía el mismo
pensamiento: «Tengo que subir, tengo que subir».
La soñada oportunidad llegó. Una mañana los Siete Truenos se
pusieron sus blancos trajes de viaje y le dijeron a Tajín que debían ir a
Papantla, a comprar puros en el mercado.
—No te preocupes, no tardaremos mucho —le dijo el Trueno
Viejo, que se había encariñado un poco con el muchacho.
—Antes de que se acabe el día nos verás por aquí —dijo otro
de los Truenos palmeándole la cabeza.
Apenas se quedó solo Tajín tiró la escoba en un rincón y
comenzó a palmotear de contento. Corrió al gran arcón de los Truenos y se lanzó
de cabeza a buscar unas botas que le quedaran. En cuanto se hubo vestido el
muchacho corrió al pozo para verse reflejado en el agua.
Empezó a bailar Tajín. Pero sus pasos no eran acompasados y
armoniosos como los de los Truenos; eran torpes y descompuestos. Alzaron un
viento terrible. Entre relámpagos y truenos desgranaron contra la selva un
chubasco violentísimo. No era la lluvia bendita de los Truenos, sino una
tormenta devastadora. Había tantas nubes, y tan negras, que el día se había oscurecido.
La lluvia desgajaba ramas de los árboles y hacía crecer los ríos. Tiritando y
empapados, los animales buscaban guarecerse en las alturas.
Apenas iban llegando a Papantla los Truenos cuando un
repentino vendaval les arrancó los sombreros.
Mojados de la cabeza a los pies regresaron a toda prisa a su
casa.
Era difícil subir con tanto viento, con tanta agua, con el
estrépito de la tormenta. Empapados iban los Truenos, trabajosamente.
Deslumbrados por los relámpagos. Quitándose el agua de la cara con las manos.
Respirando apenas. Resbalando en las primeras nubes como si fueran piedras de
río.
Por fin lograron pasar la barrera de las nubes. Más allá
brillaba el sol y el cielo era tan azul como siempre. Allí estaba Tajín,
brincoteando de un lado a otro. Primero sobre un pie, luego sobre el otro,
después dando vueltas como un remolino, tirando tajos con la espada. Y cada uno
de sus movimientos daba un nuevo impulso a la tormenta: resoplaba el viento o
crecía la lluvia o caían más relámpagos y truenos.
En cuanto Tajín vio venir a los Truenos salió corriendo
entre las nubes. Trepaba, se escondía, saltaba, se escabullía, burlaba a sus
perseguidores. Los seis Truenos se afanaban por alcanzarlo; se separaban para
cortarle las salidas; procuraban acorralarlo. Pero el chamaco los esquivaba,
los dejaba atrás, salía disparado en otra dirección.
Y con tanto movimiento, con tanto taconeo, con tanto agitar
las espadas y las capas, la tormenta arreciaba más y más.
Pasaron muchas horas antes de que los Seis Truenos lograran
atrapar a Tajín. Cuando finalmente lo consiguieron, estaban sofocados y
sudorosos. Bajaron con tiento, cuidando dónde ponían los pies.
Ataron fuertemente a Tajín y lo llevaron al mar para
tirarlo al agua.
Bien dentro del mar lo tiraron. No querían los Truenos que
Tajín pudiese regresar.
Y desde entonces allí vive Tajín. Ha crecido el muchacho; ha
cobrado fuerzas. Y de vez en cuando recuerda sus aventuras aéreas. Abandona
entonces las profundidades marinas. Surge entonces cabalgando el viento desatado
y hace galopar las nubes enloquecidas y los cielos repentinamente sombríos se
desbaratan en una lluvia incontenible, mientras los relámpagos y los truenos se
suceden sin conceder respiro.
Los ríos se desbordan, los árboles se desploman, los caminos
se desmoronan, las cosechas se pierden, sufren los pueblos. Deben entonces los
Siete Truenos trepar de nuevo a las nubes de tormenta para capturar a Tajín —al
Huracán, como también llaman al muchacho—, para lanzarlo una vez más al fondo
del mar.
Autor: Una leyenda totonaca contada por Felipe Garrido
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